El crecimiento de la cultura de los derechos humanos nos ha llevado a repensar, resignificar, a reeducarnos y a emplear las palabras adecuadas al referirnos a situaciones o a personas en particular.

Cuando hablamos de las personas mayores, existen términos y formas que hoy se consideran caducas o discriminatorias. Por ejemplo: abuelo, abuela, abuelitos, son palabras que también se pueden usar de manera despectiva, en lo cual influye mucho el tono. Y aunque para ciertas personas conlleva una intención empática y hasta cariñosa, no por ser una persona vieja significa que seas abuelo o abuela. Otro ejemplo es el abuso de diminutivos: viejitos, madrecita, damita, son francamente viejistas. Y aunque se crea que con ello se les muestra afecto, en realidad es una manera de verles como menores de edad, o creerles incapaces.

En un informe de Naciones Unidas, leí: “el edadismo reduce la calidad de vida de los adultos mayores, aumenta su aislamiento social y su soledad (ambos asociados a graves problemas de salud), restringe su capacidad de expresar su sexualidad y puede aumentar el riesgo de violencia y abuso contra las personas mayores”.  Y recordemos que las palabras que usamos nos definen y hablan de la forma en la que miramos al mundo y a las personas que lo habitamos. Así que poco a poco nos iremos acostumbrando a que nos llamen personas mayores, término que incluye a hombre y mujeres que pasamos de los 60 años.

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